Un hotel swinger: El Pistache

Crónicas de nuestros viajes SW

 

Hotel boutique, nudismo y lifestyle

 

Pasaba ya del medio día y, caminando por la vereda más alta del Pistache, noté que a uno de los árboles que le dan nombre al hotel le habían brotado unos bebés. Llamé a Mariana para que los viera. No deja de sorprenderme lo necesitados que estamos, los urbanos, de tantita naturaleza. Si los pistachitos no vienen en lata, nos emocionan. Pero ese no es el punto; sucede que, mientras nos acercamos, alguien nos llama desde uno de los jardines privados. Sepa el lector que no haya tenido el gusto de visitar esta maravilla morlense, que dos de sus habitaciones tienen espacios privados con jacuzzis que los huespedes usan para sesiones menos, digamos, concurridas. Así que seguimos la voz que nos dice "vengan a saludar" y nos topamos con una tina de hidromasaje en la que felizmente cabrían ocho, con dos mujeres y dos hombres en su interior enfrascados en una de esas sesiones de linda camaradería sexual: cuatro personas, todos desnudos, besos y caricias aleatorias, conversación de amigos y tragos bajo el sol. Y yo que me lamenento por todas las personas del mundo que no pueden vivir así.
Nos presentamos y somos invitados a sumarnos a la sopa de hedonismo. La invitación me alegra profundamente porque me gusta que hayamos, tan temprano en nuestra estancia, encontrado amigüitos de juego, y además de todo, atractivos. Queda en el pasto la poca ropa que llevábamos y la novela que planeaba leer. Dato curioso, hace un año, vinimos aquí y yo estaba leyendo a Baricco. Este año, también. Pero regresemos a la historia principal. Vamos a dar al jacuzzi y hablamos de viajes y del blog, compartimos experiencias y cuentos sobre ser swinger y otras aventuras. Estamos con gente que sabe de lo que habla, y lo que más agradecemos, sabe hablar de cosas interesantes. Nosotros, los oscuros, los que firmamos con pseudónimo, los que no le decimos a nuestros amigos dónde pasamos la vacaciones, los que nos sumamos a la conversación de nuestras familias desde el bastión de la fingida candidés, agradecemos infinitamente estos momentos en los que conocemos a los protagonistas de historias que habíamos escuchado antes como rumores. Nos hace feliz hablar de quienes somos, compartir con otros a los que no les basta con soñar sus fantasías a blanco y negro. Uno de los hombres le pregunta a Mariana sobre Nueva York, y antes de que ella conteste, se acomoda muy cerca de ella, el otro también lo hace y es evidente que ya nadie quiere escuchar, que lo que ahora queremos, también saldrá de su boca pero ya no son palabras.
Mariana estaba exactamente frente a mí cuando comezó a alternar besos entre uno y otro. Me acerqué a las dos mujeres que estaban en el centro y la fiesta dio inicio. Cuando mis manos buscaban por debajo del agua, encontré tesoros que se abrían sin pudor alguno. Ellas, las tres, se besaron en uno de esos juegos en los que por arte de magia tres cuerpos pueden ocupar el mismo lugar en el espacio. Una de ellas dijo. "Cuidado chicos, porque si, entre la niñas, comenzamos a entendernos, ustedes se tendrán que quedar mirando". Nadie se quejó y así seguimos un buen rato, mirando, tocando, lamiendo y produciendo placenteras quejas entre mujeres que, al flotar, parecían volar a dos centímetros del agua.
Llegó la hora de la comida, y el dueño del Pistache se burla de que a mí, las cinco, me parece muy tarde. Pero los alimentos que se sirven aquí son extraordinarios y presumen de que el menú nunca se repite. En treinta días no se come nunca el mismo platillo. El asunto es que la comida es cena y generalmente se sirve en mesas colectivas donde se puede conocer a otras parejas. Después de alimentarnos, pasamos horas de sobremesa a la luz del café y copas de vino que Iliana diligentemente no permitía que se vaciaran. Nos quedamos un buen rato a platicar con los dueños del lugar en lo que esperábamos que una pareja de amigos suyos llegaran y después cenaran. Más sobremesa y más motivos para no querer que termine el fin de semana.
Haber comido a las cinco ahora tiene sentido porque habrán sido las nueve cuando decidimos emigrar al jacuzzi principal. Hicimos escala en nuestra villa para un duchazo nocturno lavarnos los dientes. Mariana tiene esta expresión que me encanta. Es feliz y se siente entre amigos. Tiene ganas de seguir jugando. Y así lo hicimos. Hacía frío en Alpuyeca y cuando llegamos al principal punto de encuentromdel hotel, buscamos en la desnudez el calor del agua, después, el calor de las otras personas y el ritual ingenuo de encontrar entre caricias nuevas rutas hacia pieles sin descubrir. Últimamente, Mariana y yo hemos aprendido a dejar más distancia entre nosotros. Por eso pude verla navegar entre los brazos de los que la quisieron abrazar y entre los labios de las que la quisieron besar mientras yo me empeñaba en sacar con la boca orgasmos de las mujeres a las que, con dos sesiones ya, se habían convertido en antiguas cómplices nuestras. Ahí lo bello de este lugar. Algunos se fueron y nos quedamos a la media noche los que habíamos esperamos para cenar y nosotros.
Había rumores en el aire que venían desde el pueblo. Había música medio popera, medio lounge medio cachonda. Había el murmullo de los motores de la tina. Había ruidos de algunos animales nocturnos. Había dos mujeres: una Mariana y otra que encontraban sus miradas y en ese contacto visual sellaban invitaciones a tocarse, y con ese tacto sellaban invitaciones a besarse y nosotros, los hombres, los que mirábamos, paulatinamente nos acercábamos a comprobar con las manos que el claroscuro de los cuerpos, que el contorno femenino de las gotas de agua condensadas, que la noche misma fueran reales. Entre los cuatro hicimos muchos concursos, y el que ganaba se llevaba orgasmos. Yo me llevé dos. Mariana mil. Ellos dos, otros tantos en la competencia por equipos.
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