Celos

Había algo en la chava del vestido rojo que me estaba encendiendo. Cierto que era guapa, pero tampoco para tanto. Pero había alcohol de por medio y el vestido dibujaba unas caderas apetecibles. Estábamos en una boda, es decir, en uno de esos rituales sociales donde todo mundo sabe encontrar pareja de apareamiento menos yo. Lo olvidé hace mucho tiempo. Lo olvidé cuando empezamos a visitar lugares para swingers y aprendí otros códigos de ligue. Menos sofisticados. Más honestos.


Le hice un poco de conversación para tantear el terreno, para saber qué tan abierta podía ser, y por lo tanto para medir la posibilidad de que Mariana y yo nos la sirviéramos sobre sábanas para la cena. Sin recibir confirmación directa, pensé que había suficiente información como para considerar el proyecto viable. Se la enseñé entonces a Mariana. Por supuesto, uno no dice: “Mi vida, te presento a Jimena, me pareció buena candidata para threesome. ¿Qué opinan? ¿Se arma?” Pero supongo que después de tantos años, mi mujer me conoce lo suficiente como para saber mis intenciones varios días antes de que a mí se me ocurran. No recibí respuesta. Asumí que tal vez, yo ya había bebido demasiado y, más bien, quien resultaba poco atractivo era yo.
Encontramos a esa mujer un par de meses después en una fiesta con amigos en común. La escena, vista por un externo debió haber sido un tanto extraña. Tal vez, patética. Mariana es la de siempre con su círculo cercano de amigos. Mientras ella bebe, juega y dice sandeces yo me alejo para hablar con la que antes era la chava del vestido rojo. Me sigue cayendo bien y me sigue pareciendo probable que acepte nuestra invitación a jugar. El problema es que la invitación no puede ser “nuestra”; Mariana no está con nosotros y si no estamos juntos, ni modo, no se puede invitar a nadie.
Es la primera vez que se me ocurre la pregunta: ¿Si es tan evidente que estoy ligando, por qué mi mujer no se acerca? La noche termina con esa interrogante y yo doy por perdida la batalla. No pasa nada, otro día será. Pero en el auto de regreso ocurre lo que no me esperaba. “Vi que te pasaste horas hablando con esa lagartona”. Esa es la palabra, lagartona. El término tiene mucho más de broma que de acusación. Nadie dice lagartona. Pero Mariana lo utiliza, quizá porque sabe que un reproche de celos no está en su lugar y que la mejor forma de discutir el tema es desde la palestra de la parodia. Pero no hay nada en su tono que me haga sentir parodia. Sólo el término. Lagartona.
Por primera vez en diez años, Mariana me confiesa que está celosa. ¿Por qué? No lo sé, algo raro trae esa vieja y me pone los pelos de punta. Vaya, que mientras yo estoy tratando afanosamente de llevarle un juguete a mi esposa, ella está luchando un tête-a-tête contra el monstruo de los ojos verdes. Pero también en diez años he aprendido a confiar en su intuición. Noches antes, Mariana, subía y bajaba por un pene que no era el mío. Mientras tanto, mi lengua exploraba profundidades bucales de dos mujeres que no eran ella. Los celos no parecen congruentes, pero es mucho menos congruente un reproche de mi parte. La noche anterior, habíamos pasado horas reseñando el diámetro genital de un galán que ella le gusta. Meses después, se masturbaría mientras me observa revolcándome en la paja con una mulata de leyenda. Este es uno de esos momentos donde la peripecia se vuelve protagonista. La chava que antes tenía un vestido rojo, también traía algo más. No sé que es. Mariana tampoco. Yo no lo veo, pero ella lo siente. No hay nada de racional en los celos, pero no les quita lo genuinos. Hay que dejarse, en ese momento, llevar a donde la peripecia nos dicta. Si hay algo, lo que sea, por más absurdo que parezca, que haga sentir a Mariana insegura, el juego se acaba. Dimos, con eso, por terminada la discusión. A las dos semanas, cenamos con otros amigos swinger y disfrutamos mucho cogiéndonoslos. A la chava del vestido rojo, no la volvimos a ver. De hecho, no volvimos a ir a ninguna reunión donde ella pudiera estar.
Foto via: Burleske: As you like it!

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