La Cofradía va de Pistache. Capítulo 1

Hotel Boutique Swinger


Crónicas de nuestros viajes swinger

Fin de semana para parejas en El Pistache, Hotel Boutique


Viernes:

Regresé por la noche al cuarto y, frente a mí, se dibujaba entre los brillos de la noche, el cuerpo de una mujer hermosa que había omitido ponerse ropa encima. Ese pasillo, no está en el área nudista del Pistache, pero era muy tarde ya, y la mujer venía de visitar el jacuzzi privado de los Condes. La memoria es extraña, porque una simple imagen puede hacer que nuestro cuerpo recuerde a detalle cada parte de la experiencia. Esa cadera, que ahora se movía sin asomo alguno de pudor, había estado no más de una hora atrás, entre mis manos, y al pensar en ello se me erizó de nuevo la piel.



     Creo que fue por artificio del Conde que el grupo que formaban los Condes mismos, la Miss y su marido, y Mariana y yo dejamos atrás la parte de la velada que consiste en platicar, y empezamos a aventurar manos y bocas por territorios no explorados. La Miss es blanca y llena de pecas. Los ojos grandes. El cabello rizado y los senos perfectos. Creo que por ahí empezó el juego, por sus senos y algo relacionado con mi boca que los recorría. El agua del jacuzzi estaba caliente y cabíamos los seis con holgura dentro de ese pedazo de azul que, como un ojo turbio, miraba fijamente el montaraz cielo de Alpuyeca.

     El cuerpo de la Miss cupo cómodamente entre mis abrazos, y en poco tiempo quedé hipnotizado en un vaivén de besos y de miradas, ese ritual hermosamente adolescente de coquetear mientras se obtiene.  Miré a Mariana de reojo. Ella caía como entre sueños, en las estrategias manuales del Conde, que bien merecen ya un capítulo de este blog. Y la Condesa, en la otra punta del triángulo que formábamos las tres parejas combinadas, hacía arrumacos con el marido de la Miss, y todo fluía bien, y todo era equilibrado, y todo parecía anunciar que ese es, precisamente, el estado más natural de las cosas, de todas las cosas.

     Habría que imaginar lo que sintieron los primeros conquistadores al navegar el Usumacinta entre dos densas paredes de extraña e impenetrable selva. Esa mezcla de miedo y admiración por un mundo nuevo, se parece al placer de recorrer el cuerpo de una mujer a la que no se conoce. Pero sin el miedo. Sólo admiración y delirio. Un carrusel de los sentidos. Mientras mis dedos encontraban los botones que la aceleraban, o su lengua formulaba maneras de derretir mi boca, se cruzaban entre las mullidas imágenes del éxtasis, pensamientos sobre lo absurdo que debe  ser vivir fuera de este código. ¿Cómo le hacen los que se mantienen firmes en el canon de la monogamia tradicional? No lo sé. No entiendo ya  como vive la gente sin que se le claven a uno en el recuerdo esos ojos que nunca se vieron antes, y que posiblemente queden por mucho tiempo dando vueltas.

     Jugamos durante largo rato. Jugamos esa clase de partidas que a mí me encantan, besos largos y caricias curiosas, lenguas que encontraban, en el cuerpo ajeno, razones para estremecer, para escalar y para conseguir placeres de quitar fuerza en las piernas. Mariana, frente a mí también jugó el tipo de partidas que le gustan, manos fuertes, gestos precisos y envolventes. Rutas directas que la llevan a construir grito sobre grito más placeres de quitar fuerza en las piernas.


Foto: ?
Vía: Sicalipsis


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