El extraño caso del trío inesperado

Relatos de sexualidad abierta

Uno de nuestros mejores amigos nos dijo que el visitante que se hospedaba en su casa se preguntaba si existía la posibilidad de tener algo con nosotros. Mariana se indignó un poco, y con suspicacia controlada preguntó de dónde había sacada el austriaco la idea de que un encuentro de tal género era posible. "Tal vez, en la borrachera de la semana pasada le comenté algo sobre lo que ustedes hacen". 


      -No es que no quiera,- le gruñó al teléfono. -pero esa es información clasificada.-E inició una larga negociación sobre si debíamos o no volver pronto.

   El número de amigos terrenales que saben sobre nuestro poco ortodoxo estilo de vida es considerable, pero de todas maneras, nos importa mucho mantener esa cifra en un sólo dígito. Este amigo en particular, sin embargo, tiene desde siempre, vocación de casamentero; no era, pues, de extrañarse que, siendo anfitrión del Tercero en Concordia, optara por incluir a su liberal pareja de compinches entre los atractivos turísticos de la Ciudad de México. Mariana tenía sentimientos encontrados: desde la citada borrachera del fin anterior, había notado sospechosamente cercano al forastero que, para ser europeo, manejaba de forma muy latina el espacio interpersonal, y habíamos hablado de lo mucho que el individuo le gustaba. Se sentía, por otro lado,exhibida, pero la falta se atenuaba con lo ajeno que él  resultaba para nuestro mundo cotidiano.

     -Eso lo sabe sólo gente de nuestro círculo más cercano- Le reclamó.
     -Él es de confianza- contestaba el amigo delator, pero en realidad lo que quería decir era: "No te enojes que se va a poner bueno".

     Hay cosas que mi mujer no puede ocultar. Una de ellas era la emoción que le causaba regresar a la reunión en la que estaban nuestro amigo y su amigo, el interesado. Ella decía que su urgencia por volver, luego de que un compromiso familiar nos obligara a interrumpir la visita,  es que tenía ganas de fiesta y no porque la excitara la idea de un encuentro, porque tenía muy claro, decía,  que esa noche nada non sancto podía ocurrir.  Estábamos por llegar a una de esas casas que los miembros de la pequeña burguesía tienen en pueblos soleados cercanos al DF. Era un plan completamente civil, pero había alcohol de sobra, camas para pernoctar  y muy buenas intenciones. Así que la idea estaba en territorio de la jarra épica y de coger ni hablar. 

     Nos mantuvimos en esa línea, pero había un guiño entre Mariana y yo, una especie de nadie espera nada pero sería mejor si hubiera algo por esperar. El Tercero en Concordia se dio cuenta y sin que viniera al caso me preguntó que opinaba "mi novia" sobre él. Le mentí que no lo sabía, y le dije que le preguntara él mismo. No lo hizo, pero desde ese momento y, hasta el final de la noche, no se me separo. Estaba sentado muy cerca de mí cuando casi todos los invitados se fueron a quién sabe dónde y Mariana decidió que bailarme era lo oportuno  para ese momento en particular. Hubiéramos estado los tres solos de no ser por la presencia surrealista de un tipo que estaba sentado revisando los mensajes de su celular aparentando que nada de lo que sucedía a su alrededor le llamaba la atención. Nos incomodó un poco la presencia, pero seguimos el juego y, aunque yo era el receptor del baile, el Tercero en Concordia estaba suficientemente próximo como para sentirse invitado. Mi mano subió por el pecho de ella. Y él no perdió detalle. Mientras ella se agachaba para embarrarme el trasero, se revelaba la tanga roja sobre la cual puse mis dedos para trazarla. Tampoco perdió detalle. Seguí acariciando cuidando de mostrar algo de piel a nuestro invitado, pero manteniendo el espectáculo cubierto de la mirada furtiva del tipo del celular. La cercanía del Tercero era escandalosa, y sabía lo que la expectativa estaba haciendo en el sistema nervioso de mi mujer.

     Mariana, que danzaba entre mis piernas, se giró (¿o la giré?) para que los bolsillos traseros de sus jeans y, por lo tanto, el emergente dibujo de la braga, apuntaran hacia el invitado. Un veloz contacto visual entre él y yo, le dio la pista de que era aceptable tocar y creo que lo hizo, porque sin  alcanzar a ver, pude sentir el ligero temblor que reconozco en mi esposa cuando se rompe la frontera entre la posibilidad y la certeza. No sé de dónde, pero los invitados que se no estaban, regresaron en ese momento. Él y yo nos enderezamos, Mariana se acomodó la ropa y dejó de bailar. 

     Pasó algo de tiempo. No sé cuánto porque tengo muchos recuerdos nublados. Seguramente conversamos. Alguien habrá comentado algo sobre la goleada de la Selección. Alguien ofreció servir un trago más. Alguien dijo que había olvidado comprar cigarros. Pero algo de tiempo pasó. Y me levanté tomando a mi mujer de la mano. La llevé a la cocina y nos besamos. Creo que también la toqué y sentí que estaba empapada. 

     -¿Te calienta pensar en él?
     - Muchísimo.- Metió su lengua en mi garganta.
     -Dile que venga, entonces.

    La cocina estaba demasiado al paso, muy cerca de otras miradas, pero al fondo, había una puerta que conducía a una covacha y después a un cuarto de servicio desocupado. He estado en esa casa más de cien veces y no sabía de la existencia de tal rincón. Pero la necesidad nos pone ojos donde normalmente no los tenemos. Entré en el cuarto y Mariana, desde el vano de la cocina le hizo una señal al Tercero. Ella entró conmigo y en lo que lo esperábamos, la toqué otra vez, nos besamos y me hizo sexo oral. Como él tardaba me dio tiempo de voltearla, apoyarla en la pared y penetrarla desde atrás con la puerta abierta y esperando que sus voces aderezaran el llamado. Apareció.

     Con una impertinente inocencia se disculpó por descubrirnos follando. Fingió que se daba la vuelta para retirarse cuando Mariana le alcanzó a tomar una mano para decirle que entrara con nosotros. Hasta ese momento decidimos cerrar la puerta. Ella me besaba en la boca y él se le acercó desde atrás. Extrañamente pidió permiso de tocarla, pero no esperó la respuesta. En un par de minutos, mi mujer estaba desnuda y había saliva por todos lados. El cuarto olía con desesperación a locura. Ella se arrodilló para descubrir que los dos cabíamos en su boca al mismo tiempo. Se levantó para ser explorada y volvió a su costumbre de acariciar sin reservas. Luego se inclinó y él, con el pene en la mano solicitó autorización para penetrarla. En medio del delirio, hice acopio del último resquicio de sensatez que me quedaba para preguntar si tenía condones. No tenía. Nosotros, evidentemente, tampoco, no veníamos a eso. Me moría por verlo entrar en ella, pero estábamos en un callejón sin salida. Él no se acongojó mucho, y la acomodó para que yo pudiera entrar en ella. 

     Los gritos estaban contenidos, pero los gemidos no. Seguramente se escuchaban por toda la casa, pero nos contamos el cuento de que los demás creerían que Mariana y yo estábamos solos. Aunque, siendo francos, si el resto de la fiesta no hubiera estado nadando en alcohol, nadie hubiera podido obviar que mi mujer gritaba en plural pidiendo que le bañáramos los senos. 

    Al final, ideamos una estratagema para salir en canon esperando que nadie sumara dos más uno y se dieran cuenta de nuestra travesura. Mariana fue la primera, pero regresó inmediatamente para decirnos que la coartada ya no era necesaria. Todos se habían ido, todos menos una pareja recién creada que encontró en el sillón de la sala un sitio apropiado para follar. 

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