El privilegio de no follar

Crónicas sensuales desde el Pistache, hotel boutique 

     Pasan ya las diez de la noche y el jacuzzi del Pistache es uno de esos lugares en los que todo el mundo sueña con estar, pero es un beneficio de pocos. El agua está caliente. Contrasta mucho con las gotas de la lluvia que todavía cae sin saña, pero ya fría. Éramos seis parejas desnudas enfrascadas en conversaciones de todo tipo. Pero éstas se agotaron y el calor del agua comenzó a contagiar a los cuerpos. De forma natural, sin aviso de ningún tipo, al silencio no tan incómodo sigue una caricia, o un beso. Frente a nosotros, una chica de cabello largo y negro, y de hipnóticos senos, gira para abrazar a su esposo.

Desnudo en el agua
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      Está sentada sobre él a horcajadas. Cuando miro alrededor, reparo en las otras parejas Todas han adoptado posturas parecidas. Estoy tranquilo y fatigado. Mariana tiene sueño. Hoy fue uno de esos que agotan por sobredosis de descanso. Ahora, recibimos la  factura de relajación excesiva. Ella se acurruca entre mis brazos, al tiempo que los dos seguimos con la mirada el proceso de una bacanal sonámbula. Parece una coreografía contemporánea. Lenta, sincopada.  La mujer frente a nosotros fabrica con su movimiento un tenue oleaje. Libera un jadeo  revelador. Es evidente que ha sido penetrada. El pudor está exiliado de este oasis.

     En esta locación, se han grabado muchos de mis recuerdos más calientes. Aquí he besado mujeres cuyo sabor llevo todavía en la boca y he tocado pieles que me hacen balbucear como adolescente tímido. No creo en los pecados, pero hay mucho de pecaminoso en esta pequeña alberca. Sin embargo, la noción de pecado es inherente a la de vergüenza, y de eso aquí no hay nada. Por lo tanto, estamos en un territorio libre. Junto a nosotros, los cuerpos se acoplan a otros cuerpos. Hombre y mujer que se conocen de tiempo atrás se reconocen y se reinventan. Se concesionan el amor sin cortinas, con ojos pero sin juicios. Son diez personas recordando la emoción del sexo primigenio.

      Mariana y yo nos miramos en un silencio cómplice. Podríamos lanzarnos a bucear en el mar de un éxtasis ajeno. Podríamos sumarnos al baile y hacernos el amor en el reflejo de los otros que poco a poco, y cada vez con más intensidad, turban el agua. Somos dos espectadores de un carrusel erótico que gira en torno a nosotros y ajeno a nuestra presencia. Tal vez, en otros tiempos. Nos llega el recuerdo de una época en la que todo era nuevo y por lo tanto, había que asir cualquier oportunidad que llegara volando. Ya no somos esos. En el reino de la lascivia compartida, somos residentes permanentes. No tenemos más el apremio de visitar los monumentos nacionales, porque, y eso lo entendemos en este momento, éstos son el patio de nuestra casa.

        La comprensión trae consigo un momento de inspiración. Hemos cambiado, nos gusta lo que nos rodea pero ya no nos urge. Podemos dejar pasar sin duelo la ocasión. En un par de gestos y dos palabras, Mariana y yo entendemos que nos entendemos.

     “¿A dormir?”
     “A la cama”

      Y atrás de nosotros queda un jacuzzi humeante de amantes sin prisas ni recatos.

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